Día del Embriólogo: los profesionales que acompañan la vida antes de que empiece

Imagen con texto Día del Embriólogo: Donde nadie mira empieza todo. Homenaje a embriólogos y embriólogas.

Un homenaje a quienes median entre la ciencia y la naturaleza

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Si alguna vez te has preguntado dónde empieza realmente una vida humana —no desde la filosofía, sino desde la ciencia con bata, mascarilla y guantes de nitrilo—, la respuesta no está en una cuna ni en un test de embarazo. Está en una sala blanca y silenciosa, al fondo de una clínica de fertilidad. Allí, donde el aire se filtra cientos de veces al día y una vibración mínima puede alterar el rumbo de todo, trabajan quienes se dedican a uno de los oficios más delicados del mundo: los embriólogos y embriólogas.

Y hoy, en el Día del Embriólogo, queremos rendir homenaje a esa labor invisible y esencial, a ese trabajo que mezcla técnica, humanidad y respeto por la vida incluso antes de que empiece.

 

Día del Embriólogo: un homenaje necesario

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Cada 25 de julio se celebra el Día Mundial del Embriólogo, una fecha que —aunque aún pasa desapercibida para muchos— merece ocupar un lugar destacado. Porque sin estos profesionales, sin su precisión, su vigilancia silenciosa y su entrega incansable, los tratamientos de reproducción asistida no serían posibles.

Hoy no solo celebramos su formación rigurosa ni sus manos firmes bajo el microscopio: celebramos su vocación, su capacidad de explicar lo complejo con cariño, de acompañar a quienes esperan un milagro con ciencia y con tacto. De estar donde empieza la vida, sin protagonismo, pero con una presencia absolutamente imprescindible.

El laboratorio donde empieza todo

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El laboratorio de embriología no es un lugar espectacular a simple vista. Tiene la estética precisa de lo clínico: superficies limpias, luces neutras, incubadoras de última generación y microscopios que valen más que algunos coches. Pero basta observar con atención para darse cuenta de que allí ocurre algo extraordinario: en ese entorno perfectamente controlado, se reproducen —y cuidan— las condiciones necesarias para que la vida, en su forma más temprana, decida avanzar.

Cada día pueden llegar las primeras muestras: óvulos extraídos tras la punción ovárica y espermatozoides preparados después de una recogida, una descongelación o incluso una recuperación quirúrgica. Y aunque parezca un entorno puramente técnico, es todo lo contrario. Aquí cada célula importa, cada decisión cuenta, y todo —desde la temperatura del medio de cultivo hasta el tiempo exacto de exposición a la luz— se mide con una delicadeza que roza lo poético.

El embriólogo o la embrióloga son los primeros en recibir a los protagonistas microscópicos de una historia futura. Limpian cuidadosamente los ovocitos, descartan espermatozoides inmóviles, ajustan el pH de los medios, calibran la presión de las micropipetas. Lo hacen sin alardes, en silencio, porque saben que lo que tienen entre manos —literalmente— es potencial. Es posibilidad. Y eso merece un cuidado especial.

Imagen con texto: Nada es pequeño cuando podría serlo todo. Fecundación en laboratorio de reproducción asistida.

El encuentro: fecundación y cultivo embrionario

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En condiciones naturales, ese encuentro entre óvulo y espermatozoide ocurriría en las trompas de Falopio. Pero aquí, bajo el microscopio y con manos expertas, se organiza una reunión cuidadosamente orquestada. En muchos casos, mediante ICSI (inyección intracitoplasmática), el embriólogo introduce un único espermatozoide dentro del óvulo con una micropipeta más fina que un cabello humano.

Después, se espera.

Durante las siguientes horas, el embriólogo observa. ¿Se ha fecundado? ¿Empieza a dividirse en dos células, luego cuatro, luego ocho? ¿Cómo es su simetría? ¿La claridad del citoplasma? Cada embrión inicia una historia en placas numeradas, dentro de incubadoras que imitan las condiciones del útero.

Algunos laboratorios utilizan sistemas de time-lapse, cámaras que registran cada división. No es vigilancia, es contemplación científica. Y aunque no todos los embriones llegarán al final del camino, cada uno que lo logra se convierte en un candidato único: una promesa cultivada con ciencia, paciencia y delicadeza.

Evaluar lo invisible: cuándo un embrión es “bueno”

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A los cinco o seis días, si todo va bien, el embrión alcanza la etapa de blastocisto. Pero que haya llegado hasta ahí no basta. El embriólogo debe decidir —junto con el equipo clínico— si es viable, si puede implantarse, si está sano.

Para ello se aplican criterios morfológicos estandarizados, como los de ASEBIR en España, que permiten clasificar el embrión según su simetría, número de células, nivel de fragmentación y otros detalles casi invisibles a simple vista. Pero a veces, la imagen no basta. En esos casos, puede recurrirse a técnicas como la PGT-A, que permite detectar alteraciones cromosómicas antes de transferir el embrión.

La biopsia se realiza con una precisión casi quirúrgica: se extraen unas pocas células del trofoectodermo, sin tocar la masa celular interna. Para quienes prefieren no intervenir, existe también la niPGT-A, una técnica no invasiva que analiza el ADN liberado al medio de cultivo. Y en todo este proceso —desde la preparación hasta la gestión de los resultados— el embriólogo sigue ahí, vigilando la frontera entre la tecnología y la vida.

Imagen con texto: Decidir sin imponer. Elegir sin forzar. Evaluación embrionaria con criterio científico y humano.

Transferir, preservar, acompañar

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Cuando llega el momento de la transferencia embrionaria, todo el laboratorio se ralentiza. Se ha elegido un embrión. Se carga en una cánula, se entrega al equipo médico. Y con ese gesto comienza —o no— una historia completamente nueva.

Los embriones no transferidos, si son viables, se vitrifican. Es decir: se congelan con una técnica ultrarrápida que les permite conservar su integridad durante años. Un embrión vitrificado es una segunda (o tercera) oportunidad. Una esperanza en estado de pausa.

Pero el trabajo del embriólogo no termina ahí. Es también responsable de que cada muestra esté perfectamente identificada, trazada, custodiada. De que no se pierda nada, no se confunda nada. De que cada embrión tenga su historia… aunque todavía no tenga nombre

Lo que no se ve (pero también hacen)

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El trabajo de los embriólogos no ocurre solo en el laboratorio. También están allí cuando los futuros padres lo necesitan. Acompañan en quirófano, asisten en la inseminación, en la punción ovárica, en la transferencia. Y, sobre todo, informan.

Lo hacen con una mezcla única de claridad profesional y respeto humano. Explican cómo evolucionan los embriones, resuelven dudas, calman nervios, traducen en palabras sencillas lo que ocurre entre células, medios de cultivo e incubadoras. Porque saben que, para quien está al otro lado, cada día de espera puede ser una eternidad

Excelencia detrás del microscopio

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La embriología clínica es una disciplina rigurosa, exigente, en constante evolución. Los profesionales que la ejercen han pasado por años de formación: grados en biología o biotecnología, másteres especializados, estancias clínicas, acreditaciones como las de ESHRE en Europa o las reguladas por la Sociedad Española de Fertilidad (SEF).

En España, el papel de ASEBIR ha sido clave para elevar los estándares. Esta asociación ha definido sistemas de clasificación embrionaria que hoy son referencia nacional e impulsa grupos de investigación, formación continuada y encuentros científicos que conectan a toda una comunidad que combina técnica, ciencia y ética.

Porque aquí no se trata solo de saber. Se trata de saber hacerlo bien, siempre.

A Yolanda, con gratitud

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Este texto no estaría completo sin nombrarla a ella. Porque si hay una persona que representa, con cada gesto y cada palabra, la esencia más humana y luminosa del trabajo embriológico, esa es Yolanda Mínguez.

Para muchos de nosotros, Yolanda no fue solo una maestra excepcional. Fue la primera que nos abrió la puerta del laboratorio no como quien enseña una técnica, sino como quien comparte un oficio que ama. Gracias a su generosidad —radical, constante, sin reservas—, centenares de profesionales pudimos formarnos con profundidad, aprender con rigor y descubrir que detrás de cada blastocisto hay una historia que merece ser cuidada con respeto, ciencia y ternura.

Con Yolanda entendimos que la embriología no es solo un conjunto de procedimientos complejos, sino una forma de estar en el mundo: con atención al detalle, con humildad ante la biología, y con un compromiso absoluto con la vida, incluso antes de que empiece.

Nos enseñó a mirar por el microscopio con precisión, sí. Pero también a mirar a las personas con compasión, a explicar con cercanía, a estar presentes sin invadir. Si este artículo habla de mediadores entre la ciencia y la naturaleza, Yolanda es una de esas figuras imprescindibles que nos mostró cómo hacerlo con verdad.

Gracias, Yolanda, por todo lo que diste a esta profesión y su desarrollo. Y gracias por recordarnos, sin decirlo, que lo importante no es solo lo que hacemos con las manos, sino lo que hacemos con el corazón.

 

Autor

Francisco A. Carrera S.

Persona | Experto en Comunicación y Divulgación de la Ciencia (UAM) | Embriólogo Clínico certificado (ASEBIR) | Máster en Biología de la Reproducción Humana (IVIC) | Licenciado en Bioanálisis (UCV).

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